martes, 3 de junio de 2014

Una razón por la que una escuela no debe parecerse a una fábrica

Ayer escribí un post titulado "10 razones por las que una escuela DEBE parecerse a una fábrica". El post era una respuesta a otro de Santiago Moll. Moll se refiere, sin duda, a las palabras de Sir Ken Robinson, aunque llevadas un tanto al extremo.

Yo creo que lo malo de que la educación actual se parezca a una fábrica es una cosa importante. Una. Solo una, y crean que me basta.

Cuando uno estudia las formas de producción de las empresas normalmente se encuentra con dos modelos: el de procesos y el de proyectos. Una empresa con una producción basada en procesos es aquella donde cada producto es igual al anterior, si no del todo sí en buena parte. El ejemplo típico son las factorías de coches. De ellas salen miles de coches cada día. Diferirán unos de otros en equipamiento o color, pero la realidad es que no es común que nos encontremos con una gran variedad: son todos prácticamente iguales. El segundo modelo es el de proyectos. Se trata de empresas que trabajan para clientes a los que deben proporcionar una solución única y totalmente personalizada. Por ejemplo, los estudios de arquitectura o ingeniería. No suele haber dos rascacielos iguales, ni dos puentes, puertos o aeropuertos iguales. La razón es que las características del terreno o los objetivos de cada proyecto son diferentes.

Yo trabajo en software: una industria de proyectos. En mi industria, un cliente puede pedir una aplicación con ciertas características y otro con otras totalmente distintas. Mi sector es relativamente joven, y no tiene los sistemas productivos tan estudiados como otras industrias. Sin embargo, ya se van asentando sistemas de gestión de proyectos avanzados. El objetivo de todo sistema de gestión de proyectos suele ser convertirlo en la mayor medida posible en procesos. ¿Por qué? Pues porque los procesos son más manejables, y eso redunda en menores costes y un aumento de la calidad final del producto.

Los procesos los gestiona una persona experta en operaciones. Supongo que lo habrán escuchado alguna vez: "jefe de operaciones". Las operaciones son todos los procesos que se repiten una y otra vez. La fabricación de coches, la manufactura de hamburguesas en una cadena de hamburgueserías, la atención hospitalaria... Todos esos sistemas están llenos de tareas repetitivas susceptibles de caer en manos de un "jefe de operaciones". A mí las operaciones me encantan, y es un deleite ver cómo, tras aplicar pequeños cambios en la cadena productiva se consigue un gran beneficio. Los procesos abarcan todo: incluso una empresa de proyectos tiene procesos. Muchos. Y, desde un punto de vista empresarial, cuantos más, mejor.

En definitiva, tenemos procesos y proyectos. Los procesos son típicos de fábricas. Los proyectos, típicos de estudios.

Y la razón por la que no me gusta que las escuelas parezcan fábricas hoy es que los niños son pequeños proyectos.

Siguiendo con una línea de pensamiento productiva, tenemos en nuestras manos un enorme potencial: el de todos y cada uno de los niños que están ahora mismo en edad escolar. Es una materia prima impresionante y de gran valor. Igual que a nadie se le ocurre usar hierro para calentar nuestros hogares y carbón para fabricar martillos, es absurdo permitir que un niño con pasión por la biología se dedique de mayor a la literatura y otro con aptitudes para la filosofía tenga que dedicarse a ser físico nuclear. La explotación de los talentos y aptitudes de cada niño es fundamental para lograr un alto aprovechamiento de esa magnífica materia prima. Cada profesional que se dedica a hacer aquello para lo que no está mejor dotado es una pérdida para nosotros como sociedad.

Pero aún peor si cabe, es una pérdida para la propia persona. Un profesional se siente mejor consigo mismo si se siente útil, y qué mejor forma de ser útil que haciendo algo que se hace bien porque se está dotado para ello. Nuestros gustos suelen ir en función de lo que hacemos bien, porque vemos que somos reconocidos por ello, porque se nos da bien. Porque nos sentimos mejor haciendo cosas que hacemos bien, obteniendo buenos resultados. Quien no hace lo que le gusta pierde motivación, y con ello productividad y felicidad. Y el coste de esa pérdida es muy alto para todos: para el profesional y para la sociedad.

Ahora miren a su alrededor. Piensen en todos los hombres y mujeres que conocen. Piensen en ustedes mismos. ¿Cuántos de ellos se dedican a lo que les gustaría? ¿Cuántos, creen ustedes, serían más productivos si se dedicasen a otra cosa? ¿Conocen alguna pasión que tengan esas personas y no exploten? Cada una de esas personas que les han venido a la cabeza son fracasos del sistema educativo. Y yo no quiero que mis hijos sean como ellos.

La escuela es una factoría de frustrados. Yo mismo soy un frustrado laboral, producto de esa factoría que no me gusta. No me gusta porque me llevo la frustración a casa y ni mis hijos ni mi mujer tienen por qué aguantarla. No me gusta porque mis hijos están en un colegio cuyo departamento de orientación ni se preocupa por sus intereses, porque yo no tengo ayuda de ningún experto (salvo el que yo me busque) para ayudar a mi hijo a encontrar su camino. No me gusta porque no le van a enseñar ni a él ni a sus futuros jefes de empresa y compañeros a trabajar en equipo ni a mandar, y así tendrá el ambiente laboral que tendrá y que muchos sufrimos. No me gusta porque cuando salga del colegio llegará a la universidad y tendrá que elegir una carrera para toda la vida (porque cambiar de profesión es difícil, amigos, sobre todo si tienes familia) con una edad con la que no tenemos ni idea de qué puñetas va todo esto y, encima, cambiar será complicado. No me gusta porque la formación es para niños y jóvenes, y la tecnología hoy va tan rápido que tienes que encontrar tiempo para formarte y adaptarte o te quedarás en paro con 40 para toda la vida. Porque, para colmo, ni el colegio ni la universidad están preparados para abastecer a las empresas modernas de aquellos profesionales que buscan y necesitan.

No me importa que los niños lleven uniforme, que suenen timbres al final de clase o tengan férreos horarios. Por lo que me importa que un colegio sea como una fábrica es que mi hijo es un proyecto de ciudadano participativo, útil y feliz; y veo que el sistema educativo trabajará conmigo para ayudarle a llegar a serlo solo si pasa por las estrictas y absurdas condiciones de su cadena de producción.

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